A mí no me interesa lo que opine un chileno culiao. Tu país no tiene ninguna relevancia para la humanidad.
Fuera de poetas como Neruda, o del autor de Condorito, ¿qué gente de valía ha salido de tu patria? Por ahí se habla de una astrónoma y del descubridor de una vacuna, pero son casos fortuitos.
El único orgullo que tenía tu país era el de todavía ser humanitario con la gente prenatal, orgullo que acaba de perder.
Ahora tu patria es sólo un sacoweas irrelevante.
Disculpa mi franqueza, pero así es.
La gente de valía son todos los chilenos que se levantan día a día a trabajar por el bienestar de su familia y el desarrollo de su país, la gente que se gana la vida honestamente, que quiere y protege a su familia, desde el que barre las calles hasta el profesionista.
Creo que confundes valía con fama.
Con tu desafortunado comentario me recordaste a dos personajes de tapatíos que se sienten superiores sólo por vivir en gringolandia, país donde vive gente que les hace el feo a los latinos, especialmente a los mexicanos.
La gente de valía son todos los chilenos que se levantan día a día a trabajar por el bienestar de su familia y el desarrollo de su país, la gente que se gana la vida honestamente, que quiere y protege a su familia, desde el que barre las calles hasta el profesionista.
“Mi solitario y aislado bungalow estaba lejos de toda urbanización. Cuando yo lo alquilé traté de saber en dónde se hallaba el excusado que no se veía por ninguna parte. En efecto, quedaba muy lejos de la ducha; hacia el fondo de la casa.
Lo examiné con curiosidad. Era una caja de madera con un agujero al centro, muy similar al artefacto que conocí en mi infancia campesina, en mi país. Pero los nuestros se situaban sobre un pozo profundo o sobre una corriente de agua. Aquí el depósito era un simple cubo de metal bajo el agujero redondo.
El cubo amanecía limpio cada día sin que yo me diera cuenta de cómo desaparecía su contenido.
Una mañana me había levantado más temprano que de costumbre. Me quedé asombrado mirando lo que pasaba.
Entró por el fondo de la casa, como una estatua oscura que caminara, la mujer más bella que había visto hasta entonces en Ceilán, de la raza tamil, de la casta de los parias.(1) Iba vestida con un sari rojo y dorado, de la tela más burda. En los pies descalzos llevaba pesadas ajorcas. A cada lado de la nariz le brillaban dos puntitos rojos. Serían vidrios ordinarios, pero en ella parecían rubíes.
Se dirigió con paso solemne hacia el retrete, sin mirarme siquiera, sin darse por aludida de mi existencia, y desapareció con el sórdido receptáculo sobre la cabeza, alejándose con su paso de diosa.
Era tan bella que a pesar de su humilde oficio me dejó preocupado. Como si se tratara de un animal huraño, llegado de la jungla, pertenecía a otra existencia, a un mundo separado(2). La llamé sin resultado.
Después alguna vez le dejé en su camino algún regalo, seda o fruta. Ella pasaba sin oír ni mirar. Aquel trayecto miserable había sido convertido por su oscura belleza en la obligatoria ceremonia de una reina indiferente.(3)
Una mañana, decidido a todo (4), la tomé fuertemente de la muñeca y la miré cara a cara (5) No había idioma alguno en que pudiera hablarle. Se dejó conducir por mí sin una sonrisa y pronto estuvo des.nuda sobre mi cama.(6) Su delgadísima cintura, sus plenas caderas, las desbordantes copas de sus senos, la hacían igual a las milenarias esculturas del sur de la India. El encuentro fue el de un hombre con una estatua.(7) Permaneció todo el tiempo con sus ojos abiertos, impasible(. Hacía bien en despreciarme(9). No se repitió la experiencia”.