Es vital ubicar en el centro de nuestras preocupaciones la dignidad de la vida humana. Es la única opción para contrarrestar la barbarie que nos remite a la jungla y borra milenios de proceso civilizador. Un nuevo humanismo supone un voto de confianza en la razón humana, en su capacidad de discernir el bien y el mal. Es restaurar la fe en valores como la compasión, la solidaridad, la bondad. El humanismo es preferir la opción de la luz sobre las tinieblas. Reconozco que son conceptos en desuso, que aparecen muy de vez en cuando en las páginas de los medios de comunicación, palabras que casi ningún periodista utiliza, pues están concentrados en reportar el triunfo de las ambiciones al costo que sea.
El caso Iguala, la saña que se advierte en el comportamiento de los verdugos, la ferocidad con la que actuaron, abre un amplio catálogo de preguntas, pero también plantea la necesidad de reflexionar sobre la naturaleza humana y la descomposición que padece un país en el que pueden ocurrir hechos que escapan a cualquier calificación. Es verdad que hay apremios de carácter operativo como la captura de los autores materiales e intelectuales de lo sucedido, pero llegó el momento de cuestionarnos -aunque nos sonrojemos-, cuál es el valor que tiene la vida de los mexicanos. Mirar hacia las mentes más brillantes, aquellas que tienen conocimientos profundos, para que nos conduzcan por caminos en los que no sucedan atrocidades como las relatadas por la prensa, con detalles abominables, a lo largo de la semana pasada.
El gobierno tiene responsabilidades concretas, que abordaremos más adelante, pero la sociedad en su conjunto también tiene la obligación de buscar opciones para aplicarnos dosis altas de humanismo. No podemos quedarnos estupefactos mirando las páginas de los periódicos. Las cosas pueden cambiar si apreciamos de manera más justa la vida humana y lamentamos, como propias, las pérdidas, sobre todo de ciudadanos jóvenes. La sociedad, como pidió el rector Narro en su notable intervención de la semana pasada, no debe acostumbrarse a lo horrendo. Necesita refrendar su capacidad de indignación, pues nadie puede seguir como si nada hubiera ocurrido.
El gobierno tiene, al menos, cuatro responsabilidades. La primera es evitar que haya impunidad, lo que supone detener a los autores intelectuales, los del andamiaje del gobierno local como el alcalde con licencia hoy en calidad de indiciado, su esposa y el secretario de Seguridad Pública del municipio. Esto, en el caso de que sigan con vida, lo que no es seguro. Evitar la impunidad es un requisito indispensable para que el gobierno mexicano pueda reanudar la interlocución cara a cara con la comunidad internacional, que hoy se encuentra suspendida. Detener al alcalde, que llegó a la posición bajo los colores del PRD, supondrá un claro mensaje para sus colegas en el país que escucharon el canto de las sirenas del crimen organizado. El mensaje sería claro: no se saldrán con la suya. La segunda responsabilidad del gobierno es detener a los autores materiales, aquellos policías o sicarios, o mejor policías y sicarios, que jalaron del gatillo, torturaron, quemaron. La corrupción policíaca es común denominador entre muchos municipios del país, pero antes no había pruebas tan contundentes como las armas usadas que son de la policía y que se utilizaron para dispararle a los jóvenes. La tercera obligación del gobierno federal es conducir una investigación impecable que no deje lugar a dudas de lo ocurrido. Sobra decir que recurrir a los sospechosos comunes para hacer frente a la presión de los medios internacionales sólo conseguiría empeorar las cosas. Esto incluye construir una narrativa creíble, integral, de los sucesos. No pueden quedar cabos sueltos ni franjas de oscuridad. Jesús Murillo, servidor público del más alto nivel, tiene en su escritorio un caso que cambiará la historia moderna del país. ¿Qué tiene que hacer el Procurador General? La respuesta es una: dar a conocer la verdad. Necesitamos conocerla para poder darle vuelta a la hoja. La cuarta y última responsabilidad gubernamental es conducir el proceso de reconstrucción institucional del estado de Guerrero que necesariamente pasa por la salida del gobernador Ángel Aguirre cuyo desempeño de los últimos días ha sido extraño, tal vez porque ante las presiones generalizadas de que se vaya, recuerda que, justicia divina, él mismo llegó al gobierno de Guerrero -la primera vez-, como resultado de la matanza de Aguas Blancas que tumbó a Rubén Figueroa Alcocer para abrirle el paso a Aguirre, quien encara otra matanza que cambiará el curso de su carrera política, aunque esta vez en lugar de escalera le tocó serpiente.
El costo que ya pagó el gobierno de México por el caso Iguala es alto. Nadie saldrá ganando. Si se recurre a los tribunales, las pérdidas serán todavía más altas. Lo importante es que no haya impunidad. El que se equivocó que se atenga a las consecuencias de sus actos y que pague por ello. |