LO PERFECTO NO PUEDE PRODUCIR LO IMPERFECTO
Estoy convencido que si yo sometiese a un creyente esta cuestión: “¿Lo imperfecto puede producir lo perfecto?”, este creyente me respondería sin la menor vacilación y sin el menor temor de equivocarse: “Lo imperfecto no puede producir lo perfecto”.
En ese supuesto digo yo: “lo perfecto no puede producir lo imperfecto” y yo sostengo que mi posición posee la misma fuerza y la misma exactitud que la precedente, y por las mismas razones.
Hay más aún: entre lo perfecto y lo imperfecto no existe solamente una diferencia de grado, de cantidad, sino también una diferencia de cualidad, de naturaleza, una oposición esencial, fundamental, irreductible.
Hay más todavía: entre lo perfecto y lo imperfecto no hay únicamente una diferencia más o menos profunda y amplia, sino un abismo tan vasto y tan profundo que nada podría franquearlo ni llenarlo.
Lo perfecto, es absoluto; lo imperfecto, es relativo: a los ojos de lo perfecto, que es todo, lo relativo, lo contingente, no es nada; a los ojos de lo perfecto, lo relativo es sin valor, no existe y no está al alcance de ningún matemático ni de filósofo alguno, establecer una relación -la que sea- entre lo relativo y lo absoluto; a fortiori, esa relación es imposible cuando se trata de una relación tan rigurosa y precisa como la que debe existir necesariamente entre Causa y Efecto.
Es, pues, imposible, que lo perfecto haya determinado lo imperfecto.
Por el contrario, existe una relación directa, fatal y en cierto modo matemática, entre la obra y el autor de ella: tanto vale la obra, tanto vale el obrero; tanto vale obrero, tanto vale la obra. Es por la obra que se reconoce al obrero, como es por el fruto que se reconoce al árbol.
Si yo examino una redacción mal hecha en la que abundan las faltas de francesas, en la que las frases son mal construidas, en la que el estilo es pobre y desaliñado, en la que las ideas son raras y banales, en la que los conocimientos son inexactos, no se me ocurrirá la idea de atribuir esa mala página de francés a un cincelador de frases, a uno de los maestros de la literatura.
Si yo dirijo la mirada sobre un dibujo mal hecho, en el que las líneas son mal trazadas, las reglas de la perspectiva y de la proporción violadas, no se me ocurrirá jamás atribuir ese esbozo rudimentario a un profesor, a un maestro, a un artista. Sin la menor vacilación, diré: la obra de un alumno, de un aprendiz, de un niño; y tengo la seguridad de no cometer error, tanto es verdad que la obra lleva la marca del obrero y que, por la obra, se puede apreciar al autor de ella.
Luego, la Naturaleza es hermosa; el Universo es magnífico y yo admiro apasionadamente, tanto como el primero, los esplendores, las magnificencias de las que nos ofrece constante espectáculo. Sin embargo, por entusiasta que yo sea de las bellezas de la Naturaleza y no importa el homenaje que yo le tribute, no puedo decir que el Universo es una obra, sin defecto, irreprochable, perfecta. Y nadie se atrevería a sostener tal opinión.
El Universo es una obra imperfecta.
En consecuencia, digo yo; hay siempre entre la obra y el autor de ella una relación rigurosa, estrecha, matemática; luego, el Universo es una obra imperfecta: el autor de esta obra, pues, no puede ser sino imperfecto.
Este silogismo conduce a poner en evidencia la imperfección del Dios de los creyentes y, por consiguiente, a negarlo.
Puedo todavía razonar de la manera siguiente:
O bien no es Dios quien es el autor del Universo (expreso así mi convicción).
O bien, si persistís en afirmar que es él autor, el Universo siendo una obra imperfecta, vuestro Dios es en sí mismo imperfecto.
Silogismo o dilema, la conclusión, el razonamiento resta lo mismo:
Lo perfecto no puede determinar lo imperfecto.
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