Terminé la lectura de “Mi nombre es Asher Lev” con el corazón desbocado, tal es el grado de emoción estética y humana, que alcanza en sus últimas páginas. Creo que su descripción del proceso de creación artística es única, incomparable.
Todo es exiguo, argumento, personajes, escenarios, pero absolutamente eficaz: un matrimonio de judíos observantes y su único hijo, al que van viendo crecer e intentan educar en su tradición; el dormitorio y la cocina de un pequeño apartamento; Estados Unidos recién terminada la II Guerra Mundial.
El padre, delegado por el rabino de su comunidad, tiene una misión importante que le obliga a largas ausencias del hogar, viajando frecuentemente a Europa a socorrer a los judíos supervivientes de la reciente guerra, a restaurar comunidades y a levantar sinagogas. Y precisamente a este hombre, que se desvive por la recomposición de sus hermanos en la fe, le sale un hijo –su único hijo- con un don artístico genial, algo absolutamente abominable a sus ojos. Algo solo propio de los goyim y que le llevará –está convencido de ello- a la apostasía, la exclusión y la traición a su pueblo. |