A un intelectual cristiano
Autor: Carlos Saura Garre
Usted es una de esas personas especiales: alto nivel intelectual, brillante preparación universitaria, un bagaje cultural todo terreno, investigador inagotable cuando lo necesita, especialista en temas religiosos, bien informado de lo que se cuece en las tribus incrédulas, escritor que domina el arte de la comunicación, autor de numerosos libros, colaborador asiduo en medios de comunicación, conferenciante prestigioso, y algún etcétera más que añadir a su larga e interesante carrera.
Me ha sido preciso comenzar con su currículum, que no tiene por qué coincidir exactamente con el de cada uno de ustedes, por una razón obvia: enfrentarlo (ponerlo en frente de) a sus creencias religiosas, que es el objetivo de esta carta. Pero debo aclararle que no tengo nada contra lo fundamental: la existencia de DIOS. A pesar de que no haya ninguna evidencia al respecto, sí que existen ciertas razones, de más o menos envergadura, para que usted considere a la divinidad como objeto de su conocimiento y de sus afectos. Esa creencia no tiene por qué entrar necesariamente en oposición con su inteligencia, su racionalidad o su sentido común. Ahí está el Universo, gritando a voz en cuello que busquemos respuestas, y tiene cierto sentido el hecho de que tantos humanos lleguen a una conclusión religiosa, a pesar de lo que argumentara, tiempo ha, el quisquilloso Paul Hienrich Dietrich, barón Von Holbah.
Pero es muy revelador, para mí, por supuesto, pero también para, digamos, un sociólogo o un psicólogo, quizás un antropólogo, el hecho de que todas las ideas religiosas estén asociadas a circunstancias extraordinarias, todas ellas milagrosas y desorbitadas, como si en aquellos tiempos eso de superar las leyes de la naturaleza fuese una rutina de andar por casa. Vistas así las cosas, algo que cualquiera ve, incluso usted, y tratando de esquivarlas, los mismos creyentes ilustrados intentan "profundizar" en esas aparatosidades a base de darles vueltas y vueltas. Entre los cristianos, por solo poner un par de ejemplos que he leído, el Equipo "Cahiers Evangile" en uno de sus cuadernos, o las sesudas reflexiones de Jesús Peláez en "Los milagros de Jesús en los evangelios sinópticos". El resultado, desafortunadamente, no cambia la realidad: demasiada intervención sobrenatural.
Ahora bien, ¿qué sería de una religión que no tuviera tradiciones extravagantes? Todas las tienen, incluso las más modernas, como la del señor Smith, el norteamericano de los mormones (1830), o la del señor Moon, el coreano (1952), por poner dos ejemplos. Aunque estos andan en el ámbito cristiano, lo cierto es que todos los fundadores dicen haber recibido una misión de Lo Alto mediante apariciones más o menos divinas. Recuerde a Zoroastro, a Moisés, a Nadak, a Viracocha o a Mahoma. Y todas las religiones, sin excepción, cuentan historias extraordinarias acerca de sus fundadores, extraordinarias y rocambolescas, es decir, increíbles. Parece como si las religiones tuvieran forzosamente que prescindir del sentido común, de lo razonable, de la sensatez, para que todos vean que tienen un origen sobrenatural. No falta una cierta lógica: Para presentarnos como voceros e intermediarios de la divinidad no tenemos más remedio que ofrecer a la gente unas credenciales que excedan de los límites de la normalidad.
Continuará
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