Los seres sobrehumanos
No nos será posible extendernos aquí sobre los detalles de cada religión y tendremos que limitarnos a proceder por tipos y categorías. Recordemos, en primer lugar, que una vasta categoría de creencias religiosas es aquella concerniente a los seres que, a falta de un término más exacto, denominaríamos «sobrehumanos» (aunque el hombre cree a veces poderlos dominar: el término no es, pues, del todo apropiado, pero es más conveniente que el de «sobrenatural», ya que este último presupone un concepto positivista de «naturaleza» extraño a la mayoría de las civilizaciones no occidentales). Ahora bien, en la enorme, en la ilimitada masa de seres sobrehumanos conocidos como pertenecientes a las innumerables religiones del mundo, pueden distinguirse —sin demasiada abstracción (cierto grado de abstracción es, ya se sabe, la condición de todo avance científico)— diferentes «tipos» fundamentales, que se conectan, como sólo la historia de las religiones puede demostrar, con diferentes tipos de religión y con diferentes tipos de civilización.
Con toda probabilidad, uno de los tipos más antiguos de dichos seres «sobrehumanos», genéticamente ligado a las formas de vida de una humanidad cuyos únicos recursos son la caza y la recolección (es decir, una humanidad que no produce sus medios de subsistencia, sino que se contenta con apropiarse de lo que halla a su alrededor), sea el del «señor de los animales», término desde ahora convencional respecto del cual conviene precisar que dichos seres pueden ser de s*xo femenino, «señora de los animales», e incluso pueden presentarse bajo la forma de una pluralidad de seres morfológicamente análogos («espíritus» o «demonios» del bosque, «señores» de especies animales o de selvas concretas; entre los pueblos pescadores esos seres reinan a veces sobre los animales marinos). Para caracterizar someramente este tipo de seres sobrehumanos, diremos que, en principio, moran en los espacios inhabitados, los cuales se oponen, por un lado, a los campos o a los pueblos donde todo está gobernado y protegido por las reglas humanas de la vida en sociedad, pero que, por otro lado, constituyen el mundo donde los cazadores y recolectores están obligados a procurarse sus medios de subsistencia. La función más manifiesta del ser en cuestión es la de conceder o negar la caza al cazador; está en su poder el escondérsela, condenando a padecer hambre al grupo humano, pero también puede conducir al cazador hacia el éxito; entiéndase, poner a su disposición los medios mágicos
que asegurarán el feliz desenlace de una empresa para él de vital importancia. En tanto que representante de lo «no humano» (de lo «no habitado»), es monstruoso, y por sus estrechas relaciones con la caza, suele representarse a menudo bajo una apariencia parcialmente te-riomorfa. A primera vista podría pensarse —y esta explicación sobre el origen de las creencias en los seres sobrehumanos ha tenido sus seguidores desde G. B. Vico hasta L. Frobenius y A. E. Jensen, pasando por los hermanos Grimm, F. Max Müller y los materialistas del pasado siglo, evidentemente dentro de formas y a niveles de elaboración distintos— que seres tales son la proyección fantástica, la «personificación» poética o la expresión inmediata de la experiencia del cazador primitivo, obligado en la selva a afrontar sin tregua riesgos imprevisibles, del cazador primitivo que presiente que el resultado de una empresa esencial para su existencia no depende tan sólo de él, sino también de oscuras fuerzas superiores a las suyas. Sin embargo, esta explicación resulta insuficiente, tanto desde el punto de vista teórico como a la luz de los hechos. Teóricamente, su punto débil está en que ve el fundamento de una idea religiosa en una actividad gratuita e irracional de la imaginación (la «personificación»), lo cual no concuerda con la enorme seriedad que todas las civilizaciones ponen en las cosas de la religión. Uno tiene el derecho a preguntar cuál es la razón de esa «personificación»; son los propios hechos los que justifican esta pregunta y son ellos mismos los que responden. El hombre puede establecer relaciones recíprocas únicamente con un ser «personal». Y, en efecto, el grupo de cazadores tiende a establecer relaciones recíprocas con los seres del tipo del «señor de los animales», como lo demuestra, entre otras cosas, el difundido uso de presentarles una ofrenda tras una buena caza. Y ello no es todo: al «señor de los animales» se le atribuyen criterios precisos en el enjuiciamiento de las conductas humanas; de este modo, negará la caza a aquellos que han matado inútilmente (es decir, más de lo que necesitaban para subvenir a las necesidades del grupo) o a aquellos que han violado ciertas normas sociales. Mediante estas creencias, el grupo humano adquiere la certidumbre de que, actuando según la voluntad del «señor de los animales» (es decir, en último análisis, conforme a los intereses vitales del grupo), obtendrá la satisfacción de sus necesidades. Con otras palabras, la creencia en el «señor de los animales», lejos de ser un producto gratuito de la imaginación, sirve a un determinado tipo de sociedad, puesto que, gracias a unas relaciones personales con aquel de quien depende la propia existencia de la sociedad (y poco importa el que, para quienes no participan de tal creencia, se trate de una mera ilusión), permite un control sobre algo que de otro modo escaparía a toda influencia humana; puesto que, aunque el cazador preparase las más eficaces trampas y armas, aunque siguiese infatigablemente las huellas de su presa, aunque tuviese a su disposición todos los medios técnicos que sugiere la experiencia, no por ello dejaría de encontrarse siempre, inevitablemente, frente a elementos imprevisibles susceptibles de convertir en vano su esfuerzo. Sus relaciones con los seres del tipo del «señor de los animales», reguladas por normas inviolables, le sirven para controlar dichos elementos.
(Obra citada)
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